Porque un
hecho singular de la sociedad contemporánea es el eclipse de un personaje que
desde hace siglos y hasta hace relativamente
pocos
años desempeñaba un papel importante en la vida de las naciones: el
intelectual. Se dice que la denominación de «intelectual» sólo nació
en el siglo
XIX, durante el caso Dreyfus, en Francia, y las polémicas que desató Émile Zola
con su célebre «Yo acuso», escrito en defensa de
aquel
oficial judío falsamente acusado de traición a la patria por una conjura de
altos mandos antisemitas del Ejército francés. Pero, aunque el
término
«intelectual» sólo se popularizara a partir de entonces, lo cierto es que la
participación de hombres de pensamiento y creación en la vida
pública, en
los debates políticos, religiosos y de ideas, se remonta a los albores mismos
de Occidente. Estuvo presente en la Grecia de Platón y
en la Roma
de Cicerón, en el Renacimiento de Montaigne y Maquiavelo, en la Ilustración de
Voltaire y Diderot, en el Romanticismo de Lamartine y
Victor Hugo
y en todos los períodos históricos que condujeron a la modernidad.
Paralelamente a su trabajo de investigación, académico o
creativo,
buen número de escritores y pensadores destacados influyeron con sus escritos,
pronunciamientos y tomas de posición en el acontecer
político
y social, como ocurría cuando yo era joven, en Inglaterra con Bertrand Russell,
en Francia con Sartre y Camus, en Italia con Moravia y
Vittorini,
en Alemania con Günter Grass y Enzensberger, y lo mismo en casi todas las
democracias europeas. Basta pensar, en España, en las
intervenciones
en la vida pública de José Ortega y Gasset y Miguel de Unamuno. En nuestros
días, el intelectual se ha esfumado de los debates
públicos,
por lo menos de los que importan. Es verdad que algunos todavía firman
manifiestos, envían cartas a los diarios y se enzarzan en
polémicas,
pero nada de ello tiene repercusión seria en la marcha de la sociedad, cuyos
asuntos económicos, institucionales e incluso culturales
se deciden
por el poder político y administrativo y los llamados poderes fácticos, entre
los cuales los intelectuales brillan por su ausencia.
Conscientes
de la desairada situación a que han sido reducidos por la sociedad en la que
viven, la mayoría ha optado por la discreción o la
abstención
en el debate público. Confinados en su disciplina o quehacer particular, dan la
espalda a lo que hace medio siglo se llamaba «el
compromiso»
cívico o moral del escritor y el pensador con la sociedad. Hay excepciones,
pero, entre ellas, las que suelen contar —porque llegan
a los
medios— son las encaminadas más a la autopromoción y el exhibicionismo que a la
defensa de un principio o un valor. Porque, en la
civilización
del espectáculo, el intelectual sólo interesa si sigue el juego de moda y se
vuelve un bufón.
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